Revista Latinoamericana de Difusión Científica  
Volumen 4 Número 7  
Depósito Legal ZU2019000058 - ISSN 2711-0494  
Revista Latinoamericana de Difusión Científica  
Volumen 4 - Número 7  
Julio Diciembre 2022  
Maracaibo Venezuela  
Revista Latinoamericana de Difusión Científica  
Volumen 4 Número 7 - ISSN 2711-0494  
Jesús Morales// Universidad: docencia, investigación y extensión112-140  
Universidad: docencia, investigación y extensión. Procesos  
integrados, interdependientes e irreducibles  
Jesús Morales*  
RESUMEN  
La consolidación del desarrollo social, educativo, cultural, tecnológico y educativo,  
constituye uno de los propósitos del quehacer de la Universidad. Sus pilares: la docencia,  
la investigación y la extensión procuran la transferencia teórica y práctica del conocimiento  
científico producto de la reflexión profunda, del sentido crítico y de la vocación humanística,  
como aspectos que integrados operativamente definen la pertinencia y el reconocimiento  
social, como agente capaz de formar para el afrontamiento de los complejos desafíos del  
presente siglo. En este sentido, la presente investigación -como resultado de una revisión  
documental-, tiene como objetivo establecer la relación entre los componentes: docencia,  
investigación y extensión, a los que se entiende como procesos dinámicos, cooperativos y  
sinérgicos, encargados de potenciar el capital social necesario para impulsar el  
fortalecimiento de las destrezas individuales y colectivas, la generación de nuevos saberes  
y la resolución creativa de los problemas reales que aquejan a la humanidad. Se concluye,  
que la transformación efectiva, inclusiva y estratégica del escenario social depende de la  
integración de esfuerzos entre la triada docencia-investigación-extensión, pues de sus  
aportaciones emergen los procesos de reflexión-acción-intervención, capaces de  
redimensionar la vida en comunidad, el pluralismo democrático y la participación  
comprometida del ciudadano con el bienestar integral, como requerimientos asociados con  
el desarrollo humano.  
PALABRAS CLAVE: Universidad; investigación; docencia; extensión universitaria;  
pertinencia de la educación.  
*Docente. Departamento de Psicología General y Orientación en la Universidad de Los  
Andes,  
Venezuela.  
ORCID:  
E-mail:  
Recibido: 08/03/2022  
Aceptado: 03/05/2022  
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University: teaching, research and extension. Integrated,  
interdependent and irreducible processes  
ABSTRACT  
The consolidation of social, educational, cultural, technological and educational development  
is one of the purposes of the University's work. Its pillars: teaching, research and extension,  
seek the theoretical and practical transfer of scientific knowledge, product of deep reflection,  
critical sense and humanistic vocation, as aspects that integrated operatively define the  
relevance and social recognition, as an agent capable of training to face the complex  
challenges of this century. In this sense, the present research -as a result of a documentary  
review-, aims to establish the relationship between the components: teaching, research and  
extension, which are understood as dynamic, cooperative and synergistic processes,  
responsible for enhancing the social capital necessary to promote the strengthening of  
individual and collective skills, the generation of new knowledge and the creative resolution  
of the real problems that afflict humanity. It is concluded that the effective, inclusive and  
strategic transformation of the social scenario depends on the integration of efforts between  
the teaching-research-extension triad, since from their contributions emerge the processes  
of reflection-action-intervention, capable of resizing community life, democratic pluralism and  
the citizen's committed participation with integral wellbeing, as requirements associated with  
human development.  
KEYWORDS: University; Research; Teaching; University extension; Educational relevance.  
Introducción  
El rol de la Universidad como actor social con el potencial transformador  
multidimensional, toma en la actualidad una importancia preponderante, pues a su quehacer  
se le atribuye la responsabilidad de generar bienestar integral y calidad de vida, pero  
además, impulsar procesos de cambio sustentados en la integración operativa de sus  
pilares fundamentales: la docencia, la investigación y la extensión. En palabras de Sánchez  
(2004: 111), estos vértices sobre los que se sustenta la Universidad, son los encargados de  
motorizar un conjunto de “saberes prácticos, habilidades y capacidades, que conforman el  
armazón oculto o la nervadura interna de numerosos quehaceres y operaciones más  
complejas del quehacer científico”.  
Esta triada interrelacionada pero claramente definida, es la responsable no solo de  
generar actos epistemológicos y sino de saberes prácticos, que al ser integrados en relación  
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sinérgica facilitan el abordaje estratégico de una realidad cada vez más compleja, dinámica  
y ávida de transformaciones significativas. De allí, la preocupación generalizada de los  
organismos internacionales en materia educativa, en reiterar que el compromiso de la  
Universidad como agente de cambio se encuentra “estrechamente vinculado con el  
desarrollo de capacidades para la acción en las prácticas, en situaciones y contextos reales”  
(Davini, 2015: 13).  
Por su parte, Sarramona (2017: 51) expone que la Universidad como institución  
generadora de cambios cualitativos, ha adoptado como cometidos inherentes a su  
naturaleza “la formación de sujetos preparados para aceptar y adaptarse a los cambios  
venideros, y exigencias en el campo del saber comprensivo y del saber integrador”. Estos  
cometidos refieren a la formación y actualización permanente tanto de quien enseña como  
del que aprende, a quienes los debe unir el propósito común de generar avances que  
beneficien al colectivo y cooperen con el afrontamiento de los problemas que aquejan a la  
humanidad (Acero y Orduz, 2020; Morales, 2020c).  
En tiempos de complejidad, lo planteado constituye una invitación al operar  
epistémico e interdisciplinar que favorece la construcción de nuevas formas de abordar la  
realidad no sólo desde el plano teórico sino metodológico; procesos consistentes en  
discernir las diversas dimensiones de la realidad así como de sus contenidos, abriendo de  
esta manera las posibilidades de teorización, actividad intelectual capaz de reformular,  
resignificar, actualizar y ampliar el conocimiento acumulado, renovándolo hasta lograr su  
potencial interpretativo (Morales, 2020a).  
Este cúmulo de operaciones implican tanto para la extensión, investigación y  
docencia, la oportunidad para colocarse frente a la realidad en un accionar reflexivo que dé  
cuenta de la correspondencia entre el conocimiento existente y los problemas disciplinares;  
lo cual sugiere, desde el enfoque cognitivo la apertura de la mente para asumir un nuevo  
modo de formar para la ciudadanía comprometida y global, en el que la flexibilidad y  
adaptación a los cambios se integre como el elemento transversal que favorezca la  
valoración de la realidad desde distintos puntos de vista (Meléndez y Guerra, 2019; Palacios  
y Álvarez, 2017); pero además, desde la sensibilidad para conocer, reformular conceptos,  
integrar información y resignificar el conocimiento, como actividades mentales que se  
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activen las posibilidades de transformar con autonomía y esfuerzo intelectual los problemas  
que aquejan a la sociedad.  
Parafraseando a Kemmis (1998), la Universidad como agente transformador de  
realidades sociales, entraña en su proyecto educativo la generación de cambios  
académicos, comunitarios y sociales en general, al integrar actividades prácticas y  
esfuerzos vigorosos en torno a la participación crítica de la ciudadanía, proceso que se  
asume como requerimiento para impulsar el abordaje de las necesidades y problemas  
comunes, objetivos globales que en modo alguno deben reducirse a la aplicación de  
conocimientos generales sino al proceder constructivo, focalizado e interdisciplinar, capaz  
de “fomentar tanto el bien de las personas como el bien social” (Kemmis, 1998: 7).  
En correspondencia, Naranjo (2013: 5) indica que la construcción de una sociedad  
justa y abierta al desarrollo humano, requiere de “la comprensión del potencial de la  
educación para la evolución colectiva e individualizada, en la que la aspiración de armonizar  
y equilibrar las dimensiones intelectual, emocional e intuitiva de nuestra naturaleza recibe  
hoy en día una amplia aceptación, y tal vez sea ello lo que principalmente se quiere decir al  
hablar de un programa holístico”. Esto sitúa a la educación universitaria como un proceso  
cualitativamente transformador con impacto multidimensional, que asume al ciudadano  
como “un ser que aprende y cambia constantemente” (Rogers, 2015: 15).  
La posición de Cortina (2013: 102) sintetiza de algún modo el propósito de la  
Universidad, pues reitera que es en esta institución en la que se enseña el pensamiento  
abierto y la flexibilidad para adoptar otras miradas sobre el mundo, igualmente válidas, que  
suponen, ante todo “la formación de ciudadanos justos, personas que sepan compartir los  
valores morales propios de una sociedad pluralista y democrática, esos mínimos de justicia  
que permiten construir entre todos una buena sociedad”.  
En función de lo hasta ahora expuesto, se presenta una disertación que deja ver la  
importancia de las tres grandes dimensiones que conforman la Universidad: docencia,  
investigación y extensión; procesos integrados, interrelacionados e irreducibles, sobre los  
que se sustenta la Universidad, institución que entraña el compromiso de construir y re-  
construir los fundamentos impulsores del bienestar social integral y de la calidad de vida  
para todos; mediante la maximización de oportunidades inclusivas y la promoción de  
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capacidades básicas que potencien el abordaje de los grandes problemas que aquejan a la  
humanidad.  
1. Docencia-un compromiso con la formación de nuevas generaciones  
La formación de las nuevas generaciones para el desempeño social efectivo y  
comprometido, así como la educación para la ciudadanía mundial se han consolidado como  
cometidos ampliamente compartidos casi de manera global por la Universidad; de allí, la  
generación de cambios y ajustes recurrentes en las agendas de los organismos  
internacionales, en las que se precisa como común denominador la adaptación a las  
transformaciones sociales y profesionales, por constituirse en requerimientos para enfrentar  
la incertidumbre, la complejidad y los desafíos emergentes (Morales, 2020b).  
Frente a este panorama, la docencia universitaria enfrenta como reto la formación de  
ciudadanos con actitud crítica y reflexiva, capaces de hacer del aprendizaje un proceso  
permanente, del que emerja la construcción de planteamientos teórico-conceptuales sólidos  
y renovados que aporten al avance y progresividad del conocimiento científico; este modo  
de hacer docencia procura entonces, no solo el diálogo profundo con el saber, sino el operar  
interdisciplinario en función del cual establecer vínculos teórico-prácticos que le aporten el  
instrumental epistémico necesario para desempeñarse oportuna y competitivamente en un  
escenario que exige “el desarrollo de cualidades indispensables para el futuro tales como  
creatividad, receptividad al cambio y la innovación, versatilidad en el conocimiento  
anticipación y adaptabilidad a situaciones cambiantes, capacidad de discernimiento, actitud  
crítica, identificación y solución de problemas” (Torres, 2004: 3).  
En función de lo planteado, la premisa del aprendizaje como proceso permanente y  
a lo largo de la vida, toma especial sentido, pues las condiciones sociales, académicas y  
científicas, se configuran en exigencias que instan a la Universidad a promover el despliegue  
de habilidades y competencias crítico-reflexivas así como procesos de enseñanza  
renovados, cuyas aportaciones vayan en dirección a la inserción activa del sujeto en un  
mundo permeado por la emergencia constante de posiciones teóricas, de conocimiento  
científico y de miradas diversas en torno a la compleja, diversa y multiforme realidad social.  
A partir de estos planteamientos, la tarea de la docencia universitaria involucra el  
compromiso de formar para el operar autónomo en el que estudiante logre articular la teoría  
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y la práctica y formular acciones renovadas, así como de amplio alcance en el escenario  
social inmediato.  
Interpretando los planteamientos de Zemelman (2006), lograr estos propósitos  
asociados con el ejercicio de la ciudadanía, supone la promoción del pensamiento  
pedagógico emancipatorio, en el que el sujeto en formación logre adoptar una actitud  
autónoma que le permita comprender el mundo desde un enfoque crítico, meditativo y  
reflexivo, que le conduzca en la tarea de participar en la construcción de espacios para  
participación ética y democrática, como requerimientos para impulsar procesos de cambio  
efectivos y pertinentes.  
Según propone Daros (1998: 213), la educación universitaria debe impulsar “la  
actuación inteligente, de modo que pueda sujetar todas las fuerzas de las que dispone para  
realizar lo que libremente elige; esto supone, dominarse y encausar sus posibilidades para  
lograr su desarrollo”. Esta posición refiere a la praxis docente como una alternativa para  
aprender a gestionar situaciones reales desde una postura reflexiva, en la que el estudiante  
adopte una actitud participativa y protagónica, que le permita manejarse frente a situaciones  
inciertas, complejas, mutables e inestables; esto implica, aprovechar cada experiencia de  
aprendizaje como una ocasión para familiarizarlo con problemas reales desde la integración  
inteligente entre teoría y práctica, con el propósito de ampliar sus competencias para operar  
sobre lo sucede en el mundo.  
Parafraseando a Shön (1992), la docencia en la Universidad en su afán por responder  
a los requerimientos actuales, debe privilegiar el manejo y apropiación constructiva de  
referentes conceptuales y del instrumental estratégico necesario para poner en marcha  
procesos de transformación que potencien la satisfacción de necesidades reales; este modo  
de hacer docencia supone la integración operativa del pensamiento reflexivo, modo de  
pensamiento que busca el equipamiento del estudiante en sus dimensiones experiencial,  
vivencial teórico y práctico, a las que se les atribuye no solo la comprensión del mundo, sino  
la posibilidad de encausar cambios significativos que impulsen la reconstrucción constante  
del contexto en el que se hace vida.  
Hacer docencia con pertinencia social sugiere la estrecha vinculación entre el sujeto  
en formación, la realidad social y sus problemas, como una oportunidad para generar  
espacios reflexivos en los que se operativicen procesos asociados con el “dialogar,  
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intercambiar y defender opiniones, pero además, se respeten y toleren las posturas de otros”  
(Sánchez, 2004: 113). Lo dicho implícitamente alude a la formación para la liberación del  
pensamiento (Morales, 2021a), que dé lugar al cuestionamiento y la crítica reflexiva capaz  
de revisar “conceptos que parezcan rigurosos, aparentemente coherentes, altamente  
lógicos y persuasivos” (Zemelman, 1994: 6). Esta actitud acuciosa refiere a la formación de  
un sujeto capaz de formular interrogantes, dialogar con el conocimiento, poner en duda las  
aportaciones de terceros y las conclusiones propias, así como problematizar sobre los  
problemas sociales en la búsqueda de relaciones causales y en la construcción de  
significados como expresiones de su pensamiento crítico, del cual depende la abstracción,  
el manejo de criterios para proponer juicios, la elaboración de generalizaciones y la  
integración de información, como operaciones que favorecen la apropiaciones de nuevos  
saberes así como el manejo de la complejidad que permea los discursos científicos (Rama,  
2020).  
Lo anterior refiere a un cometido histórico que supone enseñar a pensar como un  
acto asociado con la formación autónoma, en la que el estudiante ocupe el lugar protagónico  
de desarrollar competencias críticas, analíticas y reflexivas que impulsen procesos  
decisorios en torno a la transformación de la realidad inmediata. Este proceder plantea como  
desafío fomentar el uso del conocimiento con fines sociales que aporten a la consolidación  
de objetivos colectivos que mediados por el accionar participativo coadyuven en el  
compromiso de configurar una sociedad más democrática y justa.  
En atención a lo planteado, el desempeño de la actividad docente en la actualidad  
demanda potenciar dimensiones importantes del ser humano asociadas con la “flexibilidad,  
así como la creatividad y el sentido crítico, como operaciones que favorecen la exploración  
de alternativas posibles, la construcción de conclusiones sólidas fundadas en juicios  
realizados sobre la base de una información completa” (Swartz, et al, 2008: 20).  
Lo dicho implica la disposición de habilidades propias del pensamiento superior, que  
posibiliten enfrentar las intencionalidades hegemónicas de determinadas posiciones  
científicas que procuran la adopción pasiva de esquemas de actuación que obedecen a  
otros contextos; esto supone aprender a pensar desde su propia realidad como una  
competencia social asociada con la posibilidad de enfrentar el saber acumulado valorando  
las diversas posiciones epistémicas que lo han originado; dicho de otra manera, es en el  
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escenario universitario en el que se debe “potenciar la capacidad crítica para poder juzgar  
adecuadamente las informaciones y valores recibidos, de modo que los sujetos no resten  
indefensos ante los posibles efectos alienadores de contenidos ideologizados” (Sarramona,  
2017: 52).  
En función de lo anterior, la docencia universitaria tiene como compromiso inherente  
a su praxis el desarrollo del sentido crítico que impulse el paso de una sociedad informada  
a una formada, con la disposición intelectual para asumir con responsabilidad y autonomía  
el abordaje de los problemas propios de la realidad. Esta compleja tarea académica  
implícitamente alberga la idea de promover la autoformación en la que el aprendizaje se  
adopte como un proceso a lo largo de la vida, garantizando de este modo el desempeño  
progresivo de las competencias sociales necesarias para intervenir estratégicamente y  
comprender el funcionamiento del contexto inmediato.  
De este modo, enseñar en tiempos de cambio exige la facilitación de aprendizajes  
interactivos y significativos que trascienda de la mera acumulación de conocimiento al uso  
práctico y reflexivo que permita la construcción de redes conceptuales entre diversas  
disciplinas, que al ser organizadas de manera lógica y coherentemente coadyuven con la  
resignificación de la realidad, así como con la diversificación de la armazón metodológica  
necesaria para reconocer las diversas dimensiones de una realidad compleja por sus formas  
y matices como se encuentra constituida; ante tal condición, la acción educativa adopta un  
papel preponderante en su función social, que invita a la reformulación de contenidos y  
objetivos curriculares en un intento por responder a los nuevos retos de una educación  
universal, globalizada y organizada para insertar al estudiante en el compromiso de  
adaptarse a los cambios (Morales, 2021b).  
Puede afirmarse entonces, que la docencia universitaria dada las condiciones  
actuales sugiere adoptar una actitud reflexiva enfocada en fomentar el desarrollo de  
capacidades y competencias dirigidas a fortalecer la democratización y la ciudadanía, es  
decir, la promoción del sentido de pertenencia e integración social, cuyo enfoque sea  
“aproximar los conocimientos académicos a las prácticas alrededor de problemas reales y  
contextualizados; mediante el ejercicio responsable de fomentar el libre desempeño de  
competencias en diversas dimensiones, a través del análisis, la reflexión y la  
experimentación práctica contextualizada (Davini, 2015: 33). Esto supone la vuelta al trabajo  
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de competencias básicas asociadas con el aprendizaje de contenidos estratégicos y  
susceptibles de ser transferidos a la realidad, como un hábito recurrente del que se deriven  
acciones que se traduzcan en alternativas susceptibles de transformación.  
Parafraseando a Sarramona (2017) la docencia en tiempos de complejidad, entraña  
tareas importantes, entre las que se precisan: la promoción de la capacidad para manejar  
grandes entramados teórico-conceptuales sustanciados por posiciones epistémicas  
diversas, que solo pueden ser abordadas desde el uso de la criticidad como operación  
mental que facilita desentrañar planteamientos implícitos y posturas subyacentes, como  
requerimientos para construir puentes disciplinares que redunden en la resolución de  
problemas.  
Este operar interdisciplinario consiste en integrar elementos teóricos, conceptuales,  
operativos y metodológicos que abran las posibilidades epistémicas para interpretar,  
comprender y definir alternativas que hagan de la docencia una actividad desde la cual  
apreciar la pluridiversidad y multidiversidad subyacente en la realidad. Para Zemelman  
(2005: 10) la lectura crítica refiere a la conjunción de un cúmulo de operaciones que la mente  
activa para “entender mejor, de manera más explícita, las relaciones complejas y las  
múltiples conexiones a partir de las cuales atribuirle sentido a los problemas científicos”.  
Este modo de hacer lectura constituye un desafío para el lector, a quien se le exige ir más  
allá de lo expuesto por los autores, es decir, determinar los alcances y las aportaciones que  
se desprenden de las posturas teóricas, de las construcciones del pensamiento científico y  
del conocimiento generado desde diversos ángulos disciplinares (Acero y Orduz, 2020;  
Morales, 2021c).  
Visto lo anterior, la educación superior debe apostar por la creación de las  
condiciones en las que se promueva el uso de habilidades críticas y reflexivas, en las que  
el estudiante en uso de su pensamiento se pregunte, dialogue e interactúe de manera  
autónoma con su propio contexto, el cual por no mostrarse con nitidez demanda de la actitud  
acuciosa para evitar la adopción de las deformaciones tecnocráticas, como condicionantes  
históricos que han motivado la apropiación de ideas y posturas de manera pasiva. Desde la  
teoría crítica de la educación, el compromiso de este proceso social debe ser la ruptura de  
esquemas repetitivos que han encasillado la comprensión de la realidad, sin entenderla en  
todas sus dimensiones, dinamismo, relaciones y complejidad.  
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Parafraseando a Zemalman (2005), el desafío de enseñar en la Universidad se  
encuentra estrechamente relacionada con el uso de la criticidad y la reflexividad, como  
habilidades que no solo cooperan en la tarea de enfrentarse a lo desconocido, sino de  
profundizar racionalmente en un operar cognitivo capaz de favorecer la búsqueda de las  
razones últimas que permean los fenómenos sociales. Este razonamiento crítico consiste  
en determinar la vigencia de determinados postulados teóricos y su correspondencia con  
nuestra realidad; este operar cognitivo estrechamente con la criticidad, busca la  
trascendencia de los discursos dominantes y hegemónicos, advirtiendo de su potencial  
manipulador y del inminente reduccionismo que procura legitimar un discurso desajustado  
con lo que se da en el contexto del estudiante.  
Al respecto Zemelman (2005: 12) reitera que el uso de la criticidad como postura  
racional de quien enseña y del que aprende, debe tener como propósito “ir más allá de las  
oscuridades, es una actitud frente a lo que no se conoce, es ser capaz de pensar más allá  
de las certidumbres, es especular como posibilidad de equivocación o de acertar”. Esta  
actitud irreverente como la denomina la pedagogía crítica, supone la trascendencia de las  
verdades históricas por obedecer, en ocasiones, a intereses ideológicos condición frente a  
la que es posible proceder desde una docencia activa, abierta a la revisión sistemática y  
constante que deje a un lado la parálisis intelectual y privilegie el pensamiento divergente;  
este modo de pensamiento en su operar deja ver que la comprensión reflexiva del mundo  
pasa por un proceso de valoración rigurosa que busca deslindar: lo verdadero de lo falaz,  
deducir el déficit conceptual de determinadas perspectivas teóricas, las tendencia  
ideológicas que pudieran conducir a interpretaciones erradas así como a reduccionismos.  
En consecuencia, la docencia en la Universidad del siglo XXI, sugiere exceder de lo  
dado en los grandes entramados teórico-conceptuales para explorar mundos epistémicos  
posibles, en los que el estudiante como agente activo piense desde sus propias  
circunstancias históricas, sociales y culturales y, se haga responsable de asumir desde su  
postura crítica la tarea de generar cambios sociales con pertinencia y efectividad. Para ello,  
se considera imprescindible una práctica docente enfocada en formar para la adaptación al  
cambio continuo, en la que el ejercicio de las competencias y habilidades favorezcan la  
comprensión del aprendizaje como un proceso permanente, que motive la disposición para  
transformarse y transformar la realidad de la que se es parte.  
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Esto desde la perspectiva humanista de la psicología, supone generar experiencias  
significativas y espacios de aprendizaje en los que el estudiante adopte como práctica  
intelectual “formular respuestas constructivas, cambiantes y flexibles frente a algunos de los  
problemas más profundos que le acosan” (Rogers, 2015: 7). Operar en dirección a estos  
propósitos exige replantear la praxis educativa, focalizando los esfuerzos en promover la  
libertad de pensamiento, la creación propia y la autonomía para profundizar en el  
conocimiento en búsqueda de respuestas que no solo potencien su propio aprendizaje sino  
que satisfagan sus intereses académicos.  
En otras palabras, la enseñanza en la Universidad debe sustentarse en la convicción  
y en la confianza en el potencial humano, en el desenvolvimiento positivo de las  
capacidades y competencias personales y sociales, que le permitan al estudiante otorgarle  
sentido a lo que aprende, condición que le ayudará a desarrollar actitudes asociadas con el  
aprendizaje y la actualización permanente como requerimientos para insertarse activamente  
en un contexto permeado por el dinamismo y la transformación recurrente. Retomando a  
Rogers (2015), este cúmulo de propósitos exige del docente la disposición para crear,  
innovar y motivar la interacción con problemas reales relacionados con la disciplina que  
enseña, en un intento por garantizar mayores posibilidades para “aprender, evolucionar y  
descubrir, el esfuerzo por dominar, el deseo por producir y desarrollar la autodisciplina”  
(Rogers, 2015: 11).  
Por su parte Cortina (2013: 106) plantea algunos elementos válidos que deben ser  
considerados por la docencia universitaria, se trata de la promoción de la ética de la  
responsabilidad asociada con el servicio a la sociedad, como clave central de la que  
depende el ejercicio pleno de la ciudadanía, actitud que busca “calibrar cuáles son los  
mejores fines; de allí el compromiso con el educar buenos ciudadanos y buenos  
profesionales, que sepan utilizar las técnicas y ponerlas al servicio de acciones con vistas a  
alcanzar los propósitos indicados”.  
En suma, la auténtica actividad docente como proceso de transformación individual  
y colectiva, debe constituirse en la oportunidad para fomentar la apertura del pensamiento,  
la flexibilidad y la disposición para enfrentar los cambios sociales desde una actitud reflexiva  
y activa que permita superar la complejidad y resolver los problemas prácticos mediante la  
integración pertinente de referentes teóricos, metodológicos e instrumentales a partir de los  
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cuales operar creativa e inteligente en la búsqueda de respuestas que satisfagan las  
necesidades reales; esto supone, la re-estructuración de la interacción docente-estudiante,  
en la que se debe privilegiar el razonamiento autónomo como requerimiento para resignificar  
el saber, que al ser organizado en redes de conocimiento motiven la relación práctica-  
reflexión, proceso del que depende la generación de respuestas renovadas que aporten al  
enriquecimiento comprensivo del mundo y sus cambios.  
2. Investigación, ¿cómo y para qué?  
Investigar en la Universidad supone un compromiso académico e intelectual, así  
como una responsabilidad social con las necesidades de cambio y transformación que  
demandan la vida humana. Este compromiso refiere entre otras cosas, a la producción de  
conocimiento socialmente pertinente capaz de ofrecer soluciones a los grandes problemas  
que aquejan al mundo y, que por sus implicaciones multidimensionales demandan procesos  
de la intervención que aporten a la construcción de mejores oportunidades de calidad de  
vida y bienestar integral.  
En este sentido, la investigación en la Universidad se erige como un desafío que  
exige comprender las dinámicas complejas y las múltiples direcciones en que se desarrollan  
los fenómenos sociales, en un intento por “descubrir lo que no se conoce y nos interesa  
conocer dentro de un marco o problemática determinada; esto supone, entre otras cosas,  
el estudio crítico de los hechos o fenómenos que acontecen en la sociedad” (Ander-Egg,  
2011: 18). Esta posición refiere a la investigación que se desarrolla en la Universidad, como  
una poderosa herramienta para incursionar en lo desconocido, como parte del quehacer  
epistémico propio del investigador, en quien recae la responsabilidad académica de producir  
generalizaciones, planteamientos novedosos y revisiones profundas cuyo potencial  
trascienda de la mera formulación teórica a la aplicación con fines prácticos.  
Siguiendo la propuesta de Ander-Egg (2011), la investigación como parte de los  
pilares que sustentan la Universidad, deben integrar aspectos importantes asociados con el  
proceder el quienes participan de esta, y se trata de:  
1.  
La aptitud científica. Implica el manejo de los elementos teóricos, técnicos,  
metodológicos a partir de los cuales desarrollar procesos de investigación que impulsen  
cambios trascendentales en el ámbito social y disciplinar. En tal sentido, la formación  
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universitaria debe impulsar experiencias de investigación en las que el estudiante se afilie y  
participe académicamente en el manejo de las posiciones epistémicas existentes en torno  
a los problemas propios campo científico.  
2.  
La actitud científica. Sugiere la adopción del sentido de apertura y disposición  
para acercarse a la realidad, establecer diálogos profundos y rigurosos, conocer sus  
dimensiones y cómo estas se relacionan entre sí. Esto significa para quien se forma en la  
Universidad, el despliegue de su capacidad para trascender lo que superficialmente se  
muestra a los sentidos hasta lograr deducir aspectos no considerados con anterioridad.  
3.  
Búsqueda de la verdad. Como resultado de la interacción con la realidad, el  
investigador universitario debe disponer su dimensión cognitiva para deducir lo que se  
encuentra oculto; este esfuerzo intelectual plantea “develar lo oculto, encontrar respuestas  
y generar acercamientos sólidos que den cuenta de lo que verdaderamente sucede en la  
realidad” (Ander-Egg, 2011: 18).  
4.  
Curiosidad insaciable. La promoción de la duda, el cuestionamiento y la  
objeción sistemática, coherente y organizada, constituyen operaciones mentales  
importantes, que por estar asociadas al pensamiento crítico y al uso de la criticidad, permiten  
trascender de lo ya investigado, lo ya conocido. Esta curiosidad se encuentra estrechamente  
vinculada con la capacidad para problematizar como parte del quehacer científico, el cual  
consiste en la integración de actividades y operaciones mentales, entre las que se precisan  
“la revisión del conocimiento, el manejo de habilidades y destrezas vinculadas con saberes  
prácticos básicos, como observar, leer, ver, asombrarse, sorprenderse y admirarse”  
(Sánchez, 2004: 79).  
5.  
El espíritu del valle. La apertura del pensamiento y la disposición para  
considerar otros conocimientos igualmente válidos para la comunidad científica, deben  
entenderse como requerimientos de los que depende la producción de nuevas aportaciones,  
que por rigurosidad y sustento teórico-metodológico sirvan para complementar la  
comprensión, dinamismo y transformación que permea la realidad. Según Ander-Egg (2011:  
19), este sentido de apertura sugiere la consideración de “otros saberes y otras opciones  
científicas, filosóficas, ideológicas, políticas, religiosas, entre otras”.  
Este cúmulo de exigencias deja ver a la investigación como una posibilidad para  
ingresar a mundos posibles, a la ampliación de las oportunidades epistémicas y al uso del  
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conocimiento con propósitos socialmente transformadores, enfocados no solo en la  
producción de nuevas ideas y a la ampliación del conocimiento existente, sino como “una  
herramienta para realizar la más precisa reconstrucción de las complejas relaciones que se  
encuentran entre los hechos y entre los diversos aspectos de los hechos” (Bunge, 2011: 7).  
Este modo de dialogar con la realidad refiere a la inquietud asociada con la búsqueda  
afanosa por ir más allá en una actitud cuestionadora que procura el accionar activo de  
zambullirse en las dimensiones que constituyen la compleja realidad, y del cual depende la  
construcción de interpretaciones novedosas.  
Para Martínez (2016: 20), la dimensión investigación constituye un proceso de  
renovación permanente y sistemática del conocimiento, que favorece la revisión de la  
pertinencia de los referentes teórico-conceptuales y metodológicos desarrollados hasta el  
momento, para luego, en función de estos generar explicaciones como resultado del  
“planteamiento racional de los fenómenos, en busca de razonamientos consistentes; esto  
supone necesariamente una actitud crítica y autocrítica de la realidad, en un intento por  
lograr respuestas pertinentes”.  
Desde la perspectiva de Zemelman (1994: 1), la tarea de dar cuenta de lo que sucede  
en la realidad, pasa por el tamiz de entender que su constitución y sus relaciones no siempre  
se muestran de manera clara o cristalina, y sí, por el contrario, dan cuenta de una  
multiplicidad de significados que para ser comprendidos requieren de la actitud crítica para  
determinar el “desajuste, el desfase que existe entre muchos corporas teóricos y la realidad;  
este desfase alude al uso conceptos que no cuentan con un significado claro y, por  
consiguiente no responden a los requerimientos interpretativos de una realidad compleja”.  
De allí, que la investigación en la Universidad involucre el compromiso de resignificar los  
discursos, perspectivas y posiciones disciplinares, con el propósito de ampliar sus  
posibilidades analítico-explicativas a partir de las cuales construir nuevo conocimiento.  
Sobre la necesidad de resignificar el saber acumulado, Zemelman (2015) indica que  
constituye una actividad permanente, que debe integrarse al proceso de formación de  
investigadores, pues la tarea de producir nuevo conocimiento pasa por la caracterización de  
un contexto cuyas particularidades exigen entramados teórico-conceptuales que sirvan de  
piso epistemológico para organizar compresivamente la realidad. En este sentido, la  
enseñanza de la investigación científica requiere motivar la trascendencia de los marcos  
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referenciales existentes, pues el compromiso intelectual del estudiante debe ser el operar  
epistémico que inste a la producción de planteamientos propios y no al encuadre en teorías  
generadas para dar cuenta de otra realidad.  
En atención a lo expuesto, la Universidad como impulsora de procesos de indagación  
debe promover el ejercicio significativo del pensamiento epistémico, como un modo de  
pensar capaz de generar posiciones renovadas que respondan a las exigencias  
conceptuales de una realidad que no puede ser explicada desde esquemas históricos de  
conocimiento, sino desde un nuevo discurso renovado, integrador, holístico y actualizado,  
con fuerza interpretativa para resolver los desajustes entre teoría y realidad. Esta exigencia  
como desafío propio de un mundo permeado por la complejidad y el dinamismo, exige la  
construcción de un entramado de proposiciones que no solo cumplan con la función  
explicativa, sino que se configuren como alternativas para emprender procesos de  
intervención trascendentales.  
Dicho de otra manera, es la investigación el proceso del que debe valerse la  
Universidad para demostrar su pertinencia social, responsabilidad que supone la resolución  
de problemas en el plano teórico, pero además, la resignificación y reconducción de  
actividades prácticas que corrijan errores e impulsen el afloramiento de “actitudes en las  
que sus actores sean capaces de construirse a sí mismos frente a las circunstancias que  
desean cambiar” (Zemelman, 1994: 3). Lo dicho refiere a la articulación de razonamientos,  
significados y sentidos como parte de los insumos necesarios a partir de los cuales  
sustanciar el acto de conocer; proceso cognitivo que debe privilegiar el descubrimiento y  
reconocimiento de ideas no consideradas relevantes que deberían integrarse como parte  
de las aproximaciones a la verdad.  
Desde la perspectiva de Sánchez (2004: 80), los estudios universitarios entre sus  
cometidos deben considerar perentoria la búsqueda de las razones últimas, lo cual supone  
la formación del espíritu científico y del sentido crítico, que propicie las condiciones para  
“analizar y sintetizar, explicar y comprender las cosas, descubrir lo esencial, otorgarle  
consistencia interna e identificar lo secundario, reconocer sentidos y proyectar significados  
del actuar humano”. Este proceder intelectual entraña como objetivo la determinación de los  
límites del conocimiento acumulado (Zemelman, 2015), es decir, su potencial analítico-  
explicativo para ir más allá de los evidente, de los resultados hasta el momento planteados  
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y de las posiciones epistémicas predominantes o hegemónicas y, en su lugar, definir nuevas  
relaciones que integren lógicamente lo que sucede en la realidad, es decir, cómo se  
entretejen nexos o vínculos entre dimensiones de un problema que demandan ser  
desentrañados.  
Para Sánchez (2004), la Universidad que pretende impulsar cambios trascendentales  
de amplio impacto académico y social, debe promover una serie de condiciones básicas,  
entre las que precisa:  
1.  
Operaciones de apertura. Refiere a la flexibilidad intelectual, académica y  
científica para permitirle al estudiante la inserción en una realidad no solo cambiante y en  
constante transformación, sino en la promoción de interacciones profundas y significativas  
con los problemas disciplinares, en los que se privilegien procesos experienciales y  
vivenciales que conduzcan a la apropiación de las actividades y operaciones que deben  
considerarse al momento de emprender cualquier indagación.  
2.  
Operaciones de expresión. Supone el reconocimiento de los modos como el  
investigador en formación aprecia, valora, representa y concibe la realidad que tiene frente  
a sí mismo. Esto a la vez involucra el manejo de competencias comunicativas, en función  
de las cuales organizar, sistematizar y socializar el saber; vista la investigación como un  
proceso liberador de la autonomía intelectual, se trata de promover su quehacer como parte  
de la formación responsable e independiente, en la que el sujeto sienta que en uso de la  
libertad de pensamiento y en apego a las máximas de ética, puede generar planteamientos  
propios en defensa de su tesis o razonamientos resultado de su experiencia personal con  
la realidad.  
3.  
Operaciones del ingenio y el rigor. Toda experiencia de investigación debe  
privilegiar la innovación y el manejo del pensamiento creativo. Ello significa la apropiación  
de elementos propios de experiencias exitosas aplicadas en otros contextos y la integración  
de aspectos metodológicos, técnicas y estrategias que pudieran enriquecer el propio trabajo  
de investigación.  
4.  
Operaciones de socialización del conocimiento. La participación en  
intercambios de experiencias científicas y encuentros para la comunicación de hallazgos  
resultado de investigaciones propias del ámbito disciplinar al que se encuentra afiliado, debe  
entenderse como una oportunidad para motivar potenciales investigaciones, la exploración  
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de aspectos puntuales y la profundización en aquellas aristas que por su vigencia,  
actualidad y pertinencia motiven el interés del investigador en formación. En consecuencia,  
la socialización del conocimiento debe entenderse como la posibilidad para integrarse  
activamente en una de las prácticas académicas propias de las comunidades, en las cuales  
se espera que el sujeto que investiga logre mostrar sus avances ante una audiencia que  
pudiera valorar, aportar y enriquecer la consecución de sus objetivos.  
5.  
Operaciones de la construcción de conocimiento. La producción de nuevo  
saber pertinente y oportuno en la Universidad, demanda la disposición del pensamiento  
epistémico, requerimiento que le supone colocarse frente a las circunstancias, dudar de lo  
afirmado y de los supuestos históricos asumidos verdaderos, para ir en contra de sus  
certezas; para quien investiga este proceder no es más que el resultado del distanciamiento  
reflexivo tanto de la realidad como de los grandes entramados teóricos, con el propósito de  
deducir nuevas significados y relaciones.  
6.  
Operaciones estratégicas. Sánchez (2004: 110) indica que la construcción de  
conocimiento involucra operaciones de diversa índole, entre las que precisa “la generación  
de un plan general o diseño de investigación, la operativización cuidadosa y viable de  
decisiones teóricas, y el manejo de medidas técnicas orientadas al logro del objetivo  
propuesto”.  
Es preciso indicar, que este cúmulo de operaciones constituyen requerimientos  
intelectuales y académicos que deben ser considerados por quien investiga; pues de su  
integración activa en cada experiencia de indagación depende la adopción del  
distanciamiento analítico necesario para revisar sus propias ideas y concepciones, instando  
de este modo “a pensar contra sus propias verdades, lo que supone pensar en contra de  
sus certezas; lo que significa no atarse, no quedarse atrapado en conceptos definidos, para  
buscar qué significaciones o contenidos pueden tener las cosas que estamos pensando”  
(Zemelman, 1994: 5).  
En consecuencia, la enseñanza de la investigación en la Universidad no debe ser  
vista como un mero requerimiento curricular, sino por el contrario, la posibilidad para  
ingresar al campo con las competencias para impulsar experiencias de indagación en las  
que de modo específico se describan situaciones, se caractericen y definan contextos y se  
produzcan aproximaciones a los fenómenos propios de la comunidad disciplinar a la que se  
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encuentra adscrito el estudiante. Como lo expone Sánchez (2004: 116), la Universidad se  
erige como el recinto en el que, por antonomasia se acerca al estudiante a la multiplicidad  
de miradas en torno a los problemas científicos; de allí el interés en convertir las sesiones  
de clase en espacios abiertos para la discusión permanente, el “cuestionamiento y la re-  
fundamentación de conocimientos existentes, mediante un esfuerzo renovado y disciplinado  
de explicar mejor y más los hechos”.  
En este sentido, la investigación como proceso reflexivo le permite al estudiante  
universitario operar de manera rigurosa, desentrañando los elementos confusos o que  
adolecen de claridad; posibilitando de esta manera la precisión de especificidades, niveles,  
dimensiones y elementos constitutivos que interactúan al interior de un problema de estudio.  
Lo anterior parafraseando a Zemelman (2005), refiere a operaciones propias del  
pensamiento epistémico que, como proceso al servicio de la investigación científica busca  
el establecimiento de relaciones entre el saber acumulado y la realidad, integrando las  
diversos ángulos y aristas desde las cuales ampliar las miradas existentes en torno a los  
fenómenos que se intentan comprender. Es a través de este proceder científico que el  
investigador en formación puede estrechar relaciones entre el pensamiento y el contexto,  
posibilitando la resolución del desajuste existente entre los corporas teóricos y la dinámica  
que permea el mundo social.  
Según reitera Zemelman (1994: 10), la investigación que se promueve en la  
Universidad debe posibilitar “el encadenamiento entre el pensamiento y la realidad no  
conocida, como la capacidad que tiene el sujeto para construir problemas, proceso que no  
puede ser encajonado en términos de determinados contenidos ya conocidos”. Este operar  
intelectual se encuentra estrechamente relacionado con la problematización, a la que se  
entiende desde la pedagogía crítica como el despertar de la conciencia y del sentido crítico,  
procesos exigen ir más allá de la lectura del mundo, pues busca la comprensión derivada  
del análisis crítico, del entendimiento de los elementos medulares y periféricos asociados  
con las situaciones que se desean conocer.  
Al respecto, Montero (2004: 125) define a la problematización como una actividad  
académica asociada con el pensamiento crítico y la investigación, que busca “las  
contradicciones en lo que se percibe de la realidad, lo establecido y lo estatuido, en beneficio  
de la actividad de producción del saber como intercambio reflexionado en el diálogo”.  
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Problematizar puede entenderse como el proceso de zambullirse en la realidad y en el  
conocimiento acumulado, en el que se procura la deducción de razonamientos derivados  
de la vinculación entre las causas y las consecuencias, a partir de los cuales derivar nuevos  
significados y sentidos.  
Por su parte, la psicología humanista propone otros aspectos importantes para quien  
procura conocer la realidad, que vistos desde la enseñanza de la investigación suponen  
“liberar la curiosidad, permitir que las personas evolucionen según los propios intereses,  
desatar el sentido de indagación, abrir todo a la pregunta y la exploración, reconocer que  
todo está en proceso de cambio” (Rogers, 2015: 6). Es a partir de la creación de espacios  
para el despliegue del potencial investigativo, que emergen estudiantes altamente creativos,  
innovadores y con actitudes científicas, capaces de enfrentar los desafíos presentes y los  
futuros.  
Para ello, la promoción de la investigación como eje transversal de la actuación con  
pertinencia social y científica, supone ofrecer diversas alternativas epistémicas que le  
permitan al estudiante acercarse al objeto de conocimiento del que se ocupa la disciplina a  
la que se afilió; esto significa integrar el operar inter, intra y transdisciplinario como  
requerimiento que le permita al sujeto en formación ampliar y enriquecer su mirada sobre la  
realidad, sobre los fenómenos sociales y, en especial, sobre su objeto de estudio, condición  
asociada no solo con la búsqueda de soluciones a los problemas científicos sino con la  
actuación con fundamento epistémico, que le coadyuve en el compromiso de reflexionar  
críticamente como una actitud permanente asociada con el manejo autónomo de  
información proveniente de diversas fuentes académicas.  
Investigar en la Universidad requiere entonces, acercar al estudiante a la  
comprensión de los amplios y complejos problemas de su propia realidad; lo cual exige la  
disposición intelectual para utilizar las herramientas tecnológicas para diversificar y  
sustanciar su enfoque sobre “los grandes temas y problemas del mundo contemporáneo; lo  
cual demanda el uso de competencias asociadas con la selección y uso crítico de  
información proporcionada por las diversas comunidades científicas” (Torres, 2004: 3). Este  
proceder refiere, entre otras cosas, a la disposición para problematizar como operación  
cognitiva que busca la aproximación profunda a las relaciones que se dan en la realidad, y  
que demandan para su comprensión la articulación de operaciones propias del pensamiento  
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superior, tales como: el análisis riguroso, la reflexión acuciosa y sentido de la curiosidad, a  
partir de las cuales lograr zambullirse en las dimensiones que constituyen los problemas  
sociales.  
A partir de estos planteamientos, la investigación científica como práctica epistémica  
debe conducir a la ruptura de esquemas de reproducción del saber y, por lo tanto, a la  
inmersión en procesos epistémicos en los que el estudiante mediante el acompañamiento  
sistemático y riguroso, logre el descubrimiento y la construcción de miradas renovadas  
producto de reflexión crítica y de la sistematización de saberes como prácticas necesarias  
para la formación de intelectuales, capaces de reformular, resignificar y ajustar lo que  
precisa en la realidad para comunicarlo a la comunidad académica de la que es parte.  
Este preceder intelectual indica que la producción de conocimiento en la Universidad  
implica la disposición científica para teorizar como resultado de la actitud y aptitud reflexiva  
en función de la cual construir y de-construir lo que sucede en la realidad; ello refiere al  
operar epistémico que fundado en una lectura densa, permite acceder a las relaciones  
subyacentes dejando a un lado lo irrelevante y sistematizando lo realmente pertinente para  
el progreso de la ciencia (Zemelman, 2006).  
En síntesis, la praxis investigativa que se desarrolla en la Universidad requiere más  
que la memorización de elementos teórico-metodológicos, la formación práctica en la que  
el estudiante interactúe tanto con el conocimiento como con el mundo, en el acto significativo  
de problematizar, constatar la pertinencia y actualidad del saber acumulado y su potencial  
epistémico para interpretar los fenómenos sociales, generar nuevas posiciones y resignificar  
los contenidos que requieren ser ajustados para constituirse en aportaciones válidas,  
innovadoras y actualizadas.  
3. Extensión: una dimensión asociada con la transformación social  
La transferencia de conocimiento, experiencias y procesos generados en el contexto  
académico, específicamente en lo que investigación y docencia se refiere, logran su  
aprobación final como aportaciones vigentes, válidas y pertinentes mediante la aplicación  
operativa en escenarios asociados con: el ámbito comunitario, organizacional y social en  
general. En este sentido, la extensión como pilar sobre el que se sustenta la Universidad,  
entraña como parte de sus funciones el acercamiento del conocimiento técnico, teórico y  
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práctico que se genera en las comunidades científicas, cuyo potencial transformador  
involucra dimensionar las condiciones de vida y las posibilidades de crecimiento estratégico.  
Es a través de las actividades de extensión que la Universidad prueba su saber y ajusta sus  
concepciones de la realidad, pero además, es a través de este pilar fundacional que se  
impulsan relaciones de ayuda y apoyo que entrañan como propósitos: resolver situaciones  
reales a través del manejo del conocimiento social transformador, promover el pensamiento  
científico como recurso al servicio del bienestar integral y fomentar la cohesión en torno a  
objetivos jerarquizados y organizados en relación de prioridad.  
Según plantea Naranjo (2013: 10), la extensión como vértice de la Universidad  
responde a un proceso de intervención social, cuyo potencial gira en torno al “logro de un  
profundo impacto transformador y humanizador, capaz de generar cambios significativos en  
la disposición del sujeto para participar en actividades de autoconocimiento, en los modos  
de aprovechar sus recursos y en la apertura a la adopción de posibilidades de cambio”. En  
este sentido, la extensión universitaria supone la transferencia de modos de maximizar tanto  
los medios como los fines necesarios para confrontar las diversas circunstancias evolutivas  
por las que va atravesando la transformación social y, que por su dinamismo requieren la  
promoción de la convicción socio-comunitaria como requerimiento establecer relaciones  
sinérgicas que potencien la consolidación de objetivos comunes.  
Es pues, la extensión universitaria el entretejido de relaciones entre el conocimiento  
científico y los requerimientos inherentes a la transformación social, en el que se  
transversalizan acciones, estrategias, operaciones y esfuerzos por convertir las limitaciones  
y los obstáculos en posibilidades para lograr el bienestar integral y la calidad de vida. Según  
Montero (2004: 126), el logro de estos cometidos posiciona a la extensión como un proceso  
que involucra actividades operativas importantes tales como “identificación, jerarquización  
y evaluación de las necesidades y recursos, como parte de la revisión, discusión y análisis  
de la problemática en cuestión, revelando posibles alternativas de solución”.  
Esta accionar sobre las necesidades sociales entre propósitos de diversa índole; por  
un lado, la formación de una ciudadanía consciente, responsable y autónoma, cuyo  
potencial cognitivo, estratégico y operativo se disponga para generar a lo largo del tiempo  
propuestas de transformación multidimensional y, por el otro, fortalecer el sentido de la  
cooperación, la integración y la participación en los asuntos que requieren esfuerzos  
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sinérgicos provenientes de las diversas fuerzas que hacen vida social en determinado  
contexto. Debe entenderse entonces, que la extensión universitaria representa para la  
praxis comunitaria la posibilidad para: fomentar el sentido de pertenencia, de  
responsabilidad y co-responsabilidad, la solidaria y el compromiso colectivo desde la acción-  
reflexión (Morales, 2020a).  
Al respecto la propuesta de Montero (2004: 129), deja ver que la actividad comunitaria  
como parte de la extensión suponga “trabajar para que los sujetos conviertan sus  
debilidades en fortalezas, y hagan de sus fortalezas instrumentos adecuados para cambiar  
las cosas, a fin de que sepan reconocer sus recursos mirándolos desde perspectivas  
diferentes”. Esto significa desarrollar el sentido crítico como requerimiento para explorar  
nuevas formas de transformación comunitaria que garanticen el crecimiento de la dimensión  
inmediata en la que se hace vida.  
En otras palabras, la extensión universitaria debe entenderse como un modo por  
antonomasia para desplegar el compromiso y la sensibilidad del sujeto por la conversión de  
las condiciones actuales por oportunidades que diversifiquen las posibilidades para generar  
desarrollo humano y el mejoramiento de la calidad de vida; es decir, construir escenarios  
deseables en los que se puedan abordar las necesidades desde una posición estratégica,  
a partir de la cual unificar esfuerzos e integrar los recursos necesarios que impulsen la  
emergencia de condiciones de vida dignas para todos.  
La propuesta de Cortina (2013: 102) deja ver que la participación activa en el  
escenario social del que se es parte, representa un objetivo de la educación universitaria,  
que entraña “la formación de ciudadanos justos, personas que sepan compartir los valores  
morales propios de una sociedad pluralista y democrática, esos mínimos que permiten  
construir entre todos una buena sociedad”.  
Lograr estos cometidos plantea como objetivos el asesoramiento científico que  
permita a las comunidades abordar desde diversas miradas y a través de la integración de  
sus actores, los problemas que aquejan y de los que depende la construcción de  
condiciones de vida dignas; parafraseando a Rodríguez (2012), este asesoramiento supone  
la generación de espacios democráticos y participativos, en los que se logre la deliberación  
simétrica y el compartir de objetivos, como factores elementales de los que depende la  
organización de propuestas que integren intereses colectivos.  
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En otras palabras, la extensión universitaria puede entenderse como el modo  
estratégico de interacción entre las necesidades reales y los avances teórico-metodológicos  
que producen las comunidades académicas; es decir, que puede considerarse la forma de  
constatar la capacidad para prevenir, intervenir y transformar realidades, procesos que  
involucran operaciones importantes como “resolver problemas, dirigir, conducir, guiar y  
dirigir, así como definir metas reales que puedan ser alcanzadas a través del esfuerzo  
conjunto” (Rodríguez, 2012: 81).  
Lograr estos propósitos refiere indiscutiblemente a la consolidación de grupos  
cohesionados por objetivos comunes, a quienes se procura insertar en procesos de  
adaptación al cambio y en la adopción de actitudes flexibles, que dimensionen la capacidad  
para jerarquizar propuestas que redunden en la búsqueda del bien común; esto supone, la  
asunción de posiciones de liderazgo en el que el factor medular sea el sentido de co-  
responsabilidad y la orientación de las acciones colectivas hacia la satisfacción de todos los  
actores que integran el escenario social.  
Este compromiso con la transformación social, indica que el rol de la Universidad en  
su dimensión extensión procura disponer los avances científicos en función de resolver  
problemas coyunturales; pero más allá de esto, promover una conducta colectiva sensible  
al compromiso y a la reciprocidad. Esta convicción sobre el desarrollo social es el resultado  
de la formación para la autonomía y la responsabilidad con sus circunstancias.  
Para Delors (2000: 55), parte de los cometidos de la Universidad que definen su  
pertinencia social, tienen que ver con “el establecimiento de vínculos sociales procedentes  
de referencias comunes, que permitan el pleno desarrollo del ser humano en su dimensión  
social”. En consecuencia, la extensión universitaria encuentra su razón de ser, en su  
potencial estratégico como factor positivo para transformar la diversidad en procesos que  
conduzcan al entendimiento mutuo y democrático entre actores sociales; lo cual, a su vez  
debe entenderse como el resultado del ejercicio de una ciudadanía consciente, responsable  
y activa.  
En palabras de Zemelman (2015: 344), el trabajo directo con el escenario comunitario  
y social como desafío sustantivo, supone la formación de sujetos con las competencias y  
capacidades para “ver y pensar realidades inéditas y viables en las cuales precisar  
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problemáticas que al ser abordadas desde el operar científico, posibiliten la ampliación de  
oportunidades de desarrollo para todos”.  
Lo expuesto indica, que la extensión universitaria constituye una oportunidad para  
para la valoración de la efectividad de los programas y proyectos propuestos desde la  
Universidad, definiendo posibles líneas de investigación y referentes potencialmente  
susceptibles de transformación, a los cuales abordar científicamente en un intento por  
aportar soluciones a los problemas que obstaculizan el bienestar integral y la calidad de  
vida. En palabras de Musitu et al (2004: 15) la extensión como medio de interacción con la  
realidad, involucra procesos reflexivos derivados del contraste del “conocimiento acumulado  
con las realidades socioculturales distintas”. Es a partir de este proceder intelectual que se  
derivan las reformulaciones teóricas que se derivan políticas adecuadas y adaptadas a las  
necesidades y problemas sociales en función del operar transdisciplinario que sustentado  
en la solidez teórico-metodológica e instrumental definen la viabilidad y pertinencia de los  
procesos de intervención.  
Lo dicho refiere a la extensión universitaria como el fundamento para consolidar la  
racionalidad técnica, como proceder práctico que integra estrategias y procedimientos que  
al ser estructurados sistemáticamente dimensionan la construcción de escenarios para el  
desarrollo humano multidimensional, pero además, para definición de los componentes  
medulares de los problemas cotidianos y de los intereses en conflicto que requieren ser  
intervenidos para dar paso a la consolidación de un clima social positivo; esto no es más  
que el resultado de la unificación de la reflexión y del rigor científico, como aspectos  
fundamentales de los que depende la generación de modelos teóricos y de propuestas  
flexibles que no solo permiten afrontar falencias, sino de potenciar los recursos disponibles  
e integrar la participación de los actores sociales en torno a fines comunes.  
De allí, que sea preciso indicar que la transformación del entorno se erija como un  
objetivo que implícitamente refiere a la disposición adaptativa de la Universidad para  
abordar desde el saber estratégico la multiplicidad de situaciones presenten en las diversas  
realidades y contextos que ameritan procesos de intervención preventiva para mejorar su  
calidad de vida, potenciar el bienestar psicosocial y el sentido de co-responsabilidad; esto  
conduce a afirmar, que la extensión universitaria procura el desarrollo de la autonomía de  
las comunidades para apropiarse y emprender factibles que se prolonguen a lo largo del  
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tiempo, mediante la articulación de esfuerzos y el ejercicio pleno de una cultura capaz de  
gestionar activamente tanto recursos como estrategias, así como la implementación  
operativa y la jerarquización de necesidades.  
Lo anterior, refiere a la actuación en función de marcos teórico-metodológicos  
estratégicos que redunden en el bienestar social que por representar uno de los cometidos  
sobre los que sustenta la razón de ser la de la Universidad, requieren el diálogo y el  
consenso entre académicos, interventores y comunidades en un intento por definir  
necesidades concretas que para ser resueltas demandan: la unificación de esfuerzos e  
intereses, la concreción de objetivos viables y reales, la categorización de los puntos focales  
que requieren transformación y el manejo de recursos para alcanzar la maximización de  
beneficios (Hernández y López, 2021; Morales, 2020d).  
En función de los elementos mencionados, la extensión universitaria supone el logro  
de acciones colectivas que tengan como base fundamental la negociación y acuerdo como  
mecanismos para resolver las diferencias, dirimir los conflictos e integrar actores que  
enriquezcan la toma de decisiones desde una mirada amplia y holística redefinan el curso  
de acción y resuelvan las contradicciones e inconsistencias propiciadas por la ineficacia de  
los programas de las instituciones gubernamentales (Estado).  
En suma, la extensión universitaria debe entenderse como la dimensión institucional  
de la que se desprende la potenciación del bien común y la cohesión de esfuerzos en torno  
al fortalecimiento del sentido de comunidad, proceso que procura no solo poner a prueba la  
efectividad y pertinencia del conocimiento científico que se produce en la Universidad, sino  
ofrecer alternativas de asesoramiento especializado que favorezca el despliegue de las  
bondades propias del trabajo en equipo, al que se le atribuye: la integración y satisfacción  
de necesidades, y la consolidación de conexiones socio-emocionales compartidas en pro  
de lograr una acción comunitaria fundada en una práctica reflexiva permanente que  
coadyuve con la transformación de situaciones problemáticas en posibilidades para lograr  
propósitos globales como el desarrollo humano integral, el bienestar colectivo y la calidad  
de vida.  
Conclusión  
La Universidad como referente del saber teórico, práctico e instrumental, constituye  
en la actualidad el faro orientador de los procesos estratégicos de transformación social  
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multidimensional; sus aportaciones como resultado de la permanente praxis reflexiva y de  
la interacción acuciosa con la realidad representan garantías suficientes para impulsar  
acertadamente acciones de cambio, como punto de partida para garantizar bienestar  
integral y calidad de vida; cometidos que alcanzan su consolidación mediante la disposición  
del conocimiento como insumo necesario para abordar técnica y científicamente los  
problemas sociales que aquejan a la humanidad en la actualidad.  
En otras palabras, el rol de la Universidad consiste en acompañar la formación  
ciudadana con el instrumental teórico-metodológico que integrados a los procesos de  
cambio social reduzcan las limitaciones socio-históricas y amplíen las libertades humanas  
mediante la justa integración, la solidaridad y el reconocimiento mutuo, valores asociados  
con el impulso de modificaciones sustanciales y de amplio alcance, que aborden espacios  
prioritarios, en los cuales fomentar el desenvolvimiento de las capacidades básicas; esto  
supone capitalizar esfuerzos en torno a la construcción de un mundo en el que prime el  
entendimiento y el compromiso individual con la búsqueda de nuevos horizontes viables  
para libre desenvolvimiento de la supra-complejidad humana.  
Cumplir con estos cometidos demanda un elevado compromiso social, que insta a la  
docencia universitaria a reformular sus objetivos educativos en un intento por responder a  
los criterios de pertinencia, actualidad e inclusión; lo cual supone formar para la vida y el  
ejercicio pleno de la ciudadanía, es decir, para participar con vocación colectiva como valor  
asociado con el bien común, pero además, con la sensibilidad para disponer el conocimiento  
construido como recurso al servicio del abordaje y la resolución estratégica de conflictos  
cotidianos. Esta docencia con pertinencia social plantea la formación de profesionales con  
actitudes críticas preparados para impulsar con fuerza transformadora acciones de apoyo  
comunitario y social en general.  
La investigación que se imparte en la Universidad demanda entonces, el intercambio  
significativo del estudiante con la realidad, lo cual, como requerimiento de los programas de  
educación global, exige la promoción del diálogo profundo y la capacidad para  
problematizar, como requerimientos no solo asociados con el conocer, sino con búsqueda  
de razones últimas y de respuestas a las grandes interrogantes que demandan ser  
dilucidadas para generar propuestas, programas y planes de acción de intervención  
preventiva que progresivamente generen mejoras individuales y colectivas.  
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Por su parte, la extensión universitaria debe entenderse como un requerimiento para  
impulsar acciones de cambio social, en el que el compromiso no debe ceñirse a la  
intervención temporal en áreas específicas sino al acompañamiento sistemático, planificado  
y organizado, capaz de reforzar fortalezas e impulsar posibilidades de transformación que  
integren esfuerzos provenientes de diversas direcciones, las cuales unidas al compromiso,  
al sentido de pertenencia, al proceder estratégico y a la participación activa potencien la  
permanencia y ampliación de oportunidades de desarrollo humano para todos.  
En resumen, lograr el progreso multidimensional de cualquier sociedad supone la  
fusión e integración de esfuerzos provenientes de los elementos que constituyen  
operativamente la Universidad; de allí, el compromiso de esta institución con la formación  
de ciudadanos competentes, críticos y reflexivos, capaces de asumir con autonomía el rol  
de impulsar procesos de transformación y cambio sustentados en la investigación y en  
contacto con una realidad dinámica, que dadas las condiciones complejas demandan la  
promoción del sentido de apertura, flexibilidad, espíritu científico y respeto al pluralismo,  
como requerimientos para lograr el cometido global de re-construir el contexto social  
mediante la identificación de prioridades, la amalgama de saberes y el uso multidisciplinario  
de estrategias de intervención que conduzcan a acciones inteligentes que afronten  
sustancialmente las necesidades colectivas.  
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